En el camino (Jack Kerouac)

¿No es cierto que se empieza la vida como un dulce niño que cree en todo lo que pasa bajo el techo de su padre? Luego llega el día de la decepción cuando uno se da cuenta de que es desgraciado y miserable y pobre y está ciego y desnudo, y con rostro de fantasma dolorido y amargado camina temblando por la pesadilla de la vida.

Las modas tienen un comportamiento predeterminado. Van y vienen según interese a los dueños del producto; casi nunca la demanda se impone a la oferta.  La única moda que es oferta y demanda es la que cubre un vacío que nadie antes había entendido como tal. Las modas que van y vienen son, en su mayoría, modas que no ofrecen nada pero imponen la demanda.

Ahora se lleva la Generación Beat. Parte de culpa la tiene la adaptación cinematográfica de En el camino, la obra cumbre de Jack Kerouac y de toda una generación de jóvenes sin un lugar en el mundo.

Y durante un momento llegué al punto del éxtasis al que siempre había querido llegar; a ese paso completo a través del tiempo cronológico camino de las sombras sin nombre; al asombro en la desolación del reino de lo mortal con la sensación de la muerte pisándome los talones, y un fantasma siguiendo sus pasos y yo corriendo por una tabla desde la que todos los ángeles levantan el vuelo y se dirigen al vacío sagrado de la vacuidad increada, mientras poderosos e inconcebibles esplendores brillan en la esplendente Esencia Mental e innumerables regiones del loto caen abriendo la magia del cielo. Oía un indescriptible rumor hirviente que no estaba en mi oído sino en todas partes y no tenía nada que ver con el sonido. Comprendí que había muerto y renacido innumerables veces aunque no lo recordaba porque el paso de vida a muerte y de muerte a vida era fantasmalmente fácil; una acción mágica sin valor, lo mismo que dormir y despertar millones de veces, con una profunda ignorancia totalmente casual.

Viajes de Kerouac

Viajes de Kerouac

Alejándonos de las odiosas modas, En el camino es una obra magistral (aunque si tengo que elegir me quedo con Los Vagabundos del Dharma). Narra las andanzas de Jack Kerouac a lo largo y ancho de Estados Unidos y México durante siete años. Cadillacs, kilómetros, carreteras interminables, drogas, alcohol, amistad y amor son los ingredientes; una estructura caótica constituye el andamiaje; y un ritmo frenético, siempre al borde del abismo, la marca de cada página. Me imagino a Kerouac encerrado en una habitación de Manhattan escribiendo como si no existiera el mañana. Siete años de viajes condensados en tres semanas de escritura.

Tres semanas es muy poco tiempo para escribir un libro de 400 páginas. Equivale a crear 19 páginas de libro al día… Un rollo de papel, sin apenas márgenes, sustituía a los folios para que la línea del pensamiento no se viera impedida por ningún agente externo.  Debió acabar destrozado, con el hígado roto y los pulmones encharcados, aunque según él  tan sólo bebió café para aguantar el ritmo.

Cuando llegó el gris amanecer y se coló como un fantasma por las ventanas del cine, estaba dormido con la cabeza apoyada en el brazo de madera de la butaca y seis empleados me rodeaban con toda la basura que se había acumulado durante la noche; la estaban barriendo y formaron un enorme montón maloliente que llegó hasta mi nariz… Estuvieron a punto de barrerme a mí también. Esto me lo contó Dean, que observaba desde diez asientos más atrás. En aquel montón estaban todas las colillas, las botellas, las cajas de cerillas, toda la basura de la noche. Si me hubieran barrido, Dean no me habría vuelto a ver. Hubiera tenido que recorrer todo Estados Unidos mirando en los montones de basura de costa a costa antes de encontrarme enrollado como un feto entre los desechos de mi vida, de su vida y de la vida de los demás. ¿Qué le habría dicho desde mi seno de mierda?

Jack Kerouac (1922-1969) y Neil Cassady (1926-1968)

Jack Kerouac (1922-1969) y Neil Cassady (1926-1968)

Los tiempos parecían importar poco a Kerouac: siete años de viajes, tres semanas de escritura y  seis años hasta que fue publicado su rollo. Al parecer, durante los viajes, Kerouac iba tomando las notas que después conformarían el libro. Muchas de ellas fueron incluidas tal y como fueron escritas, sin modificación alguna, manteniendo así la esencia del momento. El resultado fue la biblia de toda una generación, es decir, una moda que llenó un vacío, el de ser consciente de la imposibilidad de encontrarse a uno mismo en un mundo que gira más deprisa o más lento que tú.

Jack Kerouac buscó su lugar durante siete años. Siete años dando vueltas para acabar en el mismo lugar de donde partió. No creo que el resto tengamos esa suerte. No nos vamos…

Haruki Murakami, el sueño americano y un maratón

Texto libre. Escrito sin levantar el bolígrafo del papel.

Cirugia de rodilla

Tuve un loco profesor, en el sentido estricto de la palabra, que llamaba a Richard Feynman “el tocaculos por excelencia”. Razones no le faltaban, aunque deformadas por la visión que  tenía de la Física, la pureza de la vida y los estadounidenses.

El pasado domingo me acordé de él mientras caminaba, también en el sentido estricto de la palabra, por el kilómetro treinta y algo del Maratón de Madrid.  Me acordé de la calificación que lanzaba al bueno de Feynman y de cómo yo también tengo una injustificable manía a un escritor, Haruki Murakami. Para mí, Haruki Murakami es “el tocapelotas por excelencia”, un personaje que aparece frente a mí en momentos en los que si no he estoy mordiendo el polvo del suelo, poco me queda para hacerlo. Suele suceder en días en los que me acuerdo de los “triunfadores”, esos seres que han sido colocados en la tierra para joder al resto de mortales, los que intentamos caminar esquivando obstáculos, gente indeseable y retos que nos buscamos para escapar de la rutina.

Según Murakami, una noche, después de cerrar su bar de jazz, decidió ponerse a escribir. Nunca lo había hecho y por arte de magia parió prematuramente una novela que ganó un premio literario. Casualidades de la vida. A los pocos años ya era reconocido internacionalmente, por lo que pudo cerrar su bar.  No contento con su apretada agenda de literato, otro buen día comenzó a correr. Sí, se calzó las zapatillas, se puso un cronómetro y sin haber pisado el asfalto en su vida comenzó correr. Tenía treinta y algo de años. Murakami se jacta en “De qué hablo cuando hablo de correr” de no haber caminado nunca en una carrera. Tengo mis dudas. Entiendo que queda bien escribir que nunca has caminado en una carrera por eso de compararla con la vida, por eso de transmitir que por muy mal que vayan las cosas nunca hay que rendirse. Es una magnífica metáfora de la vida, aunque en la vida real las cosas no suelen ser tan épicas. Todos caminamos, incluso nos retiramos cuando unos pocos kilómetros nos separan del triunfo.

Feynman y Murakami tienen/tenían algo en común: su aparente facilidad para emprender nuevos desafíos. Eran los emprendedores del siglo pasado, los protagonistas del “American dream”, los estandartes del “si quieres puedes”… Sin quererlo podrían ser imagen de un sistema, el que vivimos, el que sufrimos.

Todo esto lo iba pensando yo mientras el frío se colaba entre mi ropa y la lluvia me mojaba la cara. Murakami podría haber transformado el dolor en triunfo, la decepción en lucha, el gris de las calles en arena de gladiadores. Murakami podría haber desaparecido de mi mente porque no es justo para mí ni para nadie que sólo su imagen, la de un desconocido, me acompañara durante tantos kilómetros. Al final, para olvidar el dolor, decidí pensar en una frase alternativa a la que Murakami quiere para su epitafio (“Al menos no caminó nunca”).

D.D.Z.

1988 – ¿?

Llegó a la meta.

¡Abajo las pantallas!

Había una época en la que los cuentos estaban impresos en papel. Era divertidísimo leer palabras que se quedaban quietas en vez de desplazarse.

Cuánto nos divertíamos. Isaac Asimov

Hace tres años, en un cambio de clase, compartí veinte minutos de pasillo con un compañero. No intercambiamos palabra alguna. Saqué un libro de mi mochila y él, para mi asombro, hizo lo mismo con su libro electrónico. Me hubiera encantado iniciar un duelo papel vs. pantalla aprovechando la soledad del pasillo, pero me senté en un banco y, en vez de leer, miré a mi compañero mientras reflexionaba sobre los libros electrónicos. Nunca le había visto cerca de un libro. Nunca. Pertenecía a un grupo de gente que sacaba mejores notas que yo pero que si le nombrabas a Bécquer lo mismo te corregía diciendo: «Es becquerelio, Diego, becquerelio». La cosa es que  sacó su libro electrónico y no levantó la mirada hasta que el profesor llegó. Yo, que me había posicionado en contra de los libros electrónicos, tuve que ceder por momentos ante la evidencia: habían conseguido que hasta los cuadriculados se dejaran llevar por la marea de las letras.  Mi gozo acabó en un pozo cuando durante la clase llegué a una conclusión: no era el libro lo que le atrapaba, era la pantalla.

A mí no se me ocurre leer un buen libro en una pantalla al igual que no se me pasa por la cabeza servirme la mejor de las comidas en un plato de plástico. Sí, la comida es la comida, da igual donde la sirvas, pero todos estamos de acuerdo en que las cosas saben mejor si son presentadas con gusto: no es lo mismo beber un buen vino en una copa de cristal que en un vaso de mini, como no es lo mismo cubrir la mesa con un bonito mantel que con hojas de periódico. En resumen: el soporte es importante.

La moda del libro electrónico ha venido para quedarse. Con la excusa de que es más cómodo y más económico (incluso algunos justifican su uso en que es más beneficioso para el medio ambiente) leer sobre pantalla que sobre papel, nos han metido sin fuerza otro artilugio más en nuestras vidas. Si piensas que con ordenador, móvil, tableta y mp3 vas servido, te equivocas, puedes llevar 100 gramos menos encima si te compras un libro electrónico. Es más, puedes llevar encima 3000 libros que nunca acabarás de leer.

Exceptuando a los lectores habituales que han caído en la moda de comer sobre plástico, muchos de los lectores de libros electrónicos no leen libros, miran pantallas. Les da igual qué orden lleven las letras porque la gracia ya no es ésa, sino el aparato en cuestión. Lo mismo un día te encuentras a uno leyendo Cincuenta sombras de Grey, como al cabo de unos días devorando la ahora típica Anna Karénina. La moda no es – que quede claro – leer, es tener un libro electrónico.

La tecnología tendría que hacernos la vida más fácil. En vez de eso, lo que está consiguiendo es complicarla y hacernos más dependientes. Primero llegaron los ordenadores y después los móviles. Nos resolvieron muchos problemas al tiempo que nos creaban dependencias absurdas. Nos acercaron entre nosotros y a la vez nos alejaron. ¿Acaso no estamos ahora más solos a pesar de comunicarnos constantemente con los de nuestro alrededor? Vivimos sumergidos en una falsa realidad de cercanías aunque en el fondo nunca habíamos estado tan solos. Las pantallas son nuestras únicas compañeras en este viaje.

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La Universidad Gutemberg de Maguncia en colaboración con la MVB (Marketing-und des Verlagsservice Buchhandels) realizó un estudio para obtener resultados acerca de las ventajas y desventajas de leer en pantalla, llegando a la conclusión de que apenas hay diferencias en la lectura, aunque sí en el tiempo dedicado al mismo texto. Si leemos en pantalla, el tiempo que tardamos en acabar un texto es menor que si lo hacemos sobre papel. Sacar conclusiones de este hecho es complicado porque son muchos los factores que intervienen. Aún así,  podríamos tener dos opciones:

  1. Asimilamos peor la información en pantalla puesto que le dedicamos menos tiempo al texto.
  2. Si asimilamos de igual manera, entonces la pantalla cansa menos al ojo, por lo que le permite avanzar más deprisa.

Esto se lo dejo al compañero G_A_Schwartz (estudioso del comportamiento humano, las Artes y la Ciencia) cuya entrada acerca de este mismo tema (El homo sapiens y el libro electrónico) fue fuente de inspiración para estas líneas. Yo, que tengo el conocimiento justo acerca del funcionamiento del cerebro, no pienso meterme en un túnel sin salida. Sólo diré (y basándome en mi experiencia personal) que el cerebro asimila mejor la información cuando está sobre papel. La razón es que el cerebro ubica conocimiento en lugares físicos. Si leemos sobre pantallas, el lugar para toda la información siempre será el mismo, por lo que su asimilación será menos duradera.

A pesar de la moda del libro electrónico, las estadísticas parecen contradecir la realidad. Según una encuesta realizada por el Ministerio de Cultura de España (Hábitos de Lectura y Compra de libros en España 2011) el 52,5% de la población lee en soporte digital, pero sólo el 6,8% lee libros de esta manera. Téngase en cuenta que han pasado dos años desde entonces y el boom del libro electrónico fue el año pasado.

Tendremos que esperar para ver en qué acaba esto. ¿Seguiremos bebiendo en copas de cristal o nos pasaremos al vaso de plástico? Por mí pueden desaparecer las pantallas inservibles; no me gusta que se me impongan necesidades. Así que ya sabes,  si quieres ahorrarte dinero, saca libros de la biblioteca; si quieres llevar menos peso, deja los auriculares de medio kilo en casa. Un buen libro no sólo es el contenido, es el papel, la encuadernación y la portada; es el tacto, el olor y el envejecimiento de sus hojas.

Julio Verne, un visionario

Hoy, 24 de marzo de 2013, se cumplen 108 años del fallecimiento de Jules Gabriel Verne Allotte, más conocido en los países de habla hispana como Julio Verne.

Julio Verne nació el 8 de febrero de 1828 en la isla Feydeau, en la ciudad francesa de Nantes. Por aquel entonces, Nantes era una ciudad bulliciosa, repleta de veleros que subían y bajaban por el Loira bajo la atenta mirada de Julio y su hermano Paul. Desde pequeño, Julio Verne mostró gran admiración hacia todo tipo de inventos, mapas, objetos mecánicos… pero su padre, Pierre Verne, le intentó alejar de todo aquello por ser el elegido para sucederle en el bufete de abogados del que era dueño. Su hermano Paul tuvo más suerte, llegó a ser marinero y recorrió un mundo al que Julio Verne sólo tuvo acceso a través de libros de aventuras, memorias de exploradores y mapas.

Es difícil poner diques al mar, más cuando el mar es tan bravo y rebelde como las ganas de saber de Julio Verne. Fue el señor Bodin, boticario y librero de la Plaza Pilori, quien ayudó a Verne a romper las cadenas que Pierre Verne colocó en su hijo al ingresarle en un colegio de educación clásica. Le ofreció los relatos de los viajes de Marco Polo, las obras del Barón de Humboldt… Además, su tío Châteaubourg, mostró a Verne numerosos inventos, así como obras de autores como Walter Schott, Homero o Dickens.

Aquel cóctel de Ciencia, literatura de aventuras y viajes, fue la semilla que germinó años después en la mente de Julio Verne. Su obsesión por unificar Literatura y Ciencia le llevó a emprender un inmenso proyecto (en palabras del que años después fue su amigo, Alejandro Dumas) que calificó de la siguiente manera en una carta a su padre:

Estas obras no son apenas serias, en efecto. Tengo en mente muchas ideas en la cabeza, millones de proyectos que no soy todavía capaz de formular; si lo que imagino es bueno, lo verás algún día; pero me hace falta tiempo, paciencia y tenacidad.

Su padre le había mandado a París para que estudiara Derecho y entrara a trabajar en su bufete. Julio Verne acabó la carrera pero tras vivir el París bohemio, empaparse de letras y frecuentar círculos literarios, no quiso regresar a Nantes a trabajar como abogado. Eso provocó que su padre le retirara la ayuda económica para su sustento. Fue así como Julio Verne vivió pobre, apenas sin comer, con el único objetivo de dar forma a su proyecto de novelar la Ciencia.

Tras diez años de trabajo, Cinco semanas en globo fue publicada en 1863 por el editor Jules Hetzel. Esa primera novela le catapultó a la fama y le alejó de sus problemas económicos (firmó un contrato por veinte años con Hetzel en el que se comprometía a escribir dos novelas anuales a cambio de una importante suma de dinero). Años después llegarían sus novelas más aclamadas: Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a LunaLa vuelta al mundo en ochenta días.

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Julio Verne supo llenar un vacío que existía en la sociedad del siglo XIX: llevar al gran público los avances científicos. En una entrada pasada, hablé de la revista soviética техника-молодёжи, en donde la Ciencia y la técnica eran puestas a disposición de la población rusa, en especial de los niños, quienes dentro de algunos años convertirían a la URSS en la primera potencia científica y tecnológica del mundo. Julio Verne hizo lo propio en el siglo XIX. En nuestro siglo me temo que no hay nadie que lo esté haciendo.

Las novelas de Julio Verne fueron leídas tanto por niños como mayores. Sin embargo, en la sociedad de nuestros días, son pocos los mayores que quieren volver a imaginar lo imposible (llegar a la Luna, fabricar una ciudad flotante, viajar en globo, vivir en una isla misteriosa, dar la vuelta al mundo, bajar a las profundidades de la Tierra, viajar en submarino…). Es posible que estemos inmersos en una sociedad del «no me asombro ante nada» que nos impide apreciar la grandeza de la naturaleza, la Ciencia e incluso de nuestra imaginación.

Hace diez años que no leo nada de Julio Verne. Leí todas sus novelas importantes y algunas olvidadas entre los doce y quince años. Compré muchos ejemplares, incluso repetidos, con el fin de tener su obra completa, pero la edad me jugó una mala pasada y me quedé muy lejos del final esperado. A pesar de ello, sigo manteniendo sus novelas en un lugar especial, quizás esperando ese día en el que me apetezca de nuevo creerme eso de bajar al centro de la Tierra o dejarme abandonar junto a otros niños en una isla.

Cordón umbilical

Apunten este nombre: Daniel de Vicente Martín (Madrid, 1990).

Conocí a Dani en el otoño de 2007. Habíamos compartido instituto y nuestras caras nos eran conocidas pero nunca antes habíamos intercambiado una sola palabra hasta el día en que entré en su casa para ayudarle con las matemáticas. Le sacaba dos años, por lo que la relación profesor-alumno pronto se transformó en un colegueo agradable.

Recuerdo la cantidad de horas que pasé en su casa y lo fácil que me resultó enseñarle las matemáticas tal y como yo las entendía. Prestaba atención y se interesaba por lo que le contaba; después apuntaba en los márgenes los pasos a seguir para la resolución de todo tipo de problemas. Su disciplina me llamó tanto la atención que a todos los chicos que di clase después les conté la historia de “un chico que estudiaba tan bien que salió del suspenso a casi el sobresaliente en pocos meses”.

Las navidades de ese mismo año nos despedimos después de conocer su aprobado en matemáticas. Para agradecerme la ayuda me regaló un libro, Escribir para vivir, escrito por él cuando tenía dieciséis años. Constaba de unos cuantos relatos en los que ya apuntaba maneras: capacidad para tergiversar la realidad, imaginación y, sobre todo, observación.

Tras ese año de matemáticas, Dani entró a estudiar periodismo y yo me despedí de él. Le vi un par de veces y no volví a saber nada más de su vida hasta que hace un tiempo recibí un email suyo en el que me comunicaba que iba a estrenar una obra de teatro titulada Cordón umbilical. No me la podía perder.

Actores y Daniel de Vicente. Cordón umbilical.

Actores y Daniel de Vicente. Cordón umbilical.

Cordón umbilical habla de la mentira y la falsa apariencia en las relaciones personales. Seis personajes unidos por un cordón mezclan sus vidas sin saber que entre ellos hay más lazos de los que imaginan. La historia de tres parejas se convierte en una sola historia cuyo eje conductor es la mentira. Los personajes aparentan lo que no son cuando están con sus conocidos, mientras que son ellos mismos en presencia de desconocidos. La pregunta que me rondó por la cabeza mientras veía la obra fue: ¿es más sencillo ser uno mismo frente a alguien que no te conoce que frente a un familiar o amigo?

Antes de ir al teatro, estuve leyendo algunas entrevistas que habían hecho a Dani y hubo una declaración que me dejó indignado: “Muchas editoriales se niegan a leer mis manuscritos por tener 22 años”. Al parecer en esta vida sólo tienes dos opciones para publicar: o ser un escritor consagrado, o serlo. No existe la posibilidad de que un joven con talento brille más que un viejo sin él. Algunos editores deberían repasar la historia, no sólo de la literatura sino también de la ciencia y otras disciplinas, para darse cuenta de que muchas de las grandes ideas surgieron de veinteañeros. La edad te da la experiencia para transformar pequeñas ideas en grandes proyectos, pero la juventud te da las grandes ideas que no requieren apenas de experiencia para hacer con ellas lo que desees.

No sé si se volverá a representar Cordón umbilical en el teatro. Si así es, recomiendo ir a verla. Si no vuelve a los teatros, recordad el nombre de su autor porque promete.

La contravida (Philip Roth)

Cuántas veces hemos pensado que el argumento de una novela sería aún mejor si el autor hubiese decidido hacer un giro en un determinado momento; cuántas veces hemos deseado que un personaje no muriera a mitad de camino; cuántas veces hemos pensado que esa historia que leíamos podría ser contada de otra manera totalmente opuesta. Philip Roth (EEUU, 1933) se debió preguntar esas y otra preguntas a la hora de escribir La contravida.

Quien sea lector habitual de este blog, conocerá mi admiración hacia el escritor estadounidense Philip Roth, al que leo desde hace años pero siempre rodeando a sus más valoradas obras (La conjura contra América o Goodbye, Columbus), como si no quisiera acabar pronto con el pastel.

Hace unos días terminé de leer La contravida, una historia que se compone de pequeñas historias en las que el alter ego de Philip Roth, Nathan Zuckerman, es un escritor que distorsiona la vida de su hermano Henry para construir  sus novelas.  La novela se divide en cinco historias: Basilea, Judea, En Vuelo, Gloucestershire y Entre cristianos.

La contravida

La contravida

Partiendo de la impotencia de su hermano (Henry), Nathan construye una brillante historia [Basilea] que acabará con el fallecimiento de Henry tras una operación con la que pretendía curar su  impotencia sexual. Si el lector se siente decepcionado con esa muerte, no tiene de qué preocuparse, en la siguiente historia [Judea] Henry se traslada a un campamento de judíos ultraortodoxos tras haber superado con éxito la operación y haber abandonado a su mujer e hijos. Será Nathan el que tendrá que viajar hasta Judea para convencer a su hermano de que aquel no es su lugar. En la tercera parte [Gloucestershire], Philip Roth propone algo más potente: Nathan se queda impotente y se enamora de una joven inglesa (Maria) con la que mantiene una relación a pesar de ser incapaz de mantener relaciones sexuales con ella. Ésta quizás es la parte más reflexiva del libro ya que pone sobre la mesa el papel del sexo en una relación y de cómo cada persona lo puede interpretar a su manera: Nathan se empeña en pasar por una complicada operación para recuperar su potencia (vemos que se mezcla con el argumento de Judea) y Maria intenta impedírselo al sentirse capaz de seguir con ese tipo de relación. Al final, Nathan se somete a la operación y fallece. En la última de las historias [Entre Cristianos], Nathan y Maria son una feliz pareja de recién casados. Sin embargo, lo que parecía un final feliz, se convierte en una auténtica tortura para Nathan, que no se siente capaz de ser en judío en Inglaterra.

La contravida se trata de una novela con una estructura compleja en la que podemos encontrar a un Philip Roth ingenioso a la hora de crear diálogos y a un perfecto narrador capaz de combinar cinco historias para dar una sola. Si no se ha leído nada de él puede resultar agobiante la obsesión que siente Zuckerman (y, por tanto, Philip Roth) hacia temas como la muerte, la enfermedad, la infidelidad o el judaísmo. Pero si se conocen las inquietudes del autor, La contravida supondrá un punto de encuentro de las temáticas presentes en otras de sus novelas (El animal moribundo, El mal de Portnoy, Engaño o Lección de anatomía).

Me marcho.

Me he marchado.

Te dejo.

Dejo el libro.

Eso es. Por supuesto. ¡El libro! Maria se considera producto mío, se tiene por una fantasía y, utilizando su inteligencia, se marcha por el foro, y no sólo me deja a mí, sino que también abandona una prometedora novela sobre la guerra cultural que apenas está escrita, salvo en su feliz arranque.

Beat

Antes buscaba en un autor calidad en su escritura, ausencia de fallos argumentales y, sobre todo, un perfecto uso del lenguaje. Con el paso del tiempo, en vez de evolucionar hacia un mayor conservadurismo, me dejo llevar hacia textos en donde la fuerza predomine y no sea la perfección de la escritura la mayor de las virtudes del escritor. Digamos que me he cansado de lo correcto; prefiero un párrafo que me levante del sofá a otro que me convierta en siervo de sus letras. Una coma colocada en un lugar inusual, un inicio con minúscula, un pequeño fallo que el autor no quiso o no supo corregir, son regalos de espontaneidad que ningún autor de mano adoctrinada puede regalar a sus lectores. Cuando leo algo imperfecto (y con ello no quiero decir mal escrito), disfruto. Cuando leo frases perfectas conectadas sin sentido, o cuando teniendo sentido son incapaces de transmitir, prefiero la mortalidad del espontáneo a la también mortalidad del adoctrinado. Esa predilección hacia lo natural no me obliga a descartar a autores que, dentro de su perfección, derrochan espontaneidad en sus textos al haber sido capaces de dotarlos de frescura y vida. No obstante, sí me hace rechazar de inmediato a escritores en los cuales la firma brilla por su ausencia, puesto que construir una frase bien hecha no es lo difícil, sí lo es que se distinga del resto.

La cumbre de la espontaneidad, Jack Kerouac, haciendo jazz con palabras.

Libra (Don DeLillo)

Los estadounidenses tiene miedo, mucho miedo.  El estadounidense medio siente el miedo que sus gobernantes le imponen; lo acepta como suyo y como si estuviera fundado en su propia percepción. Los estadounidenses tiene miedo porque hay aviones que sobrevuelan sus cielos, porque hay niños que van al colegio con mochilas antibalas, porque tienen un ejército que regresa con secuelas mentales tras una “intervención humanitaria”, porque hay locos – supuestos marginados – que tienen armas al alcance de su mano. Son las armas. Pero todos sabemos que, en realidad, no son las armas. Los estadounidenses tienen miedo porque son conscientes de que todas las semillas de odio que su país ha ido sembrando por el mundo han germinado y no hay armas que puedan arrancar las flores del mal. Pero ese miedo hacia lo que está tras sus fronteras pierde algo de interés cuando son conscientes de que dentro de ellas hay individuos que pueden alterar – con sólo apretar un gatillo – la tranquilidad de un soleado día de otoño, como el del 22 de noviembre de 1963, cuando Lee Harvey Oswarld asesinó a John F. Kennedy.

De ese asesinato se han derramado ríos de tinta, tanto para estudiarlo como para desfigurarlo, aprovechando que nunca se dejó claro quién mandó asesinar a JFK (recuérdese que el informe de la Comisión Warren señaló a Oswarld como único asesino, pero después, en 1979, el Comité Selecto de la Cámara sobre Asesinatos presentó conclusiones distintas: no había un único francotirador en la zona, la CIA podía tener algo que ver en el suceso…). Dicen que si el río suena es que agua lleva; a nadie extrañaría que la CIA pudiera estar detrás del asesinato de Kennedy puesto que hoy en día tenemos sospechas de sobra conocidas para atribuirle “pequeños” deslices.

Libra - Don DeLillo

Libra – Don DeLillo

En 1988, Don DeLillo (EEUU, 1936) quiso poner su granito de arena a la especulación-conspiración del 22-N con su novela Libra. Historias entrecruzadas, encuentros, despedidas, locuras, pasiones, utopías, desengaños y traiciones plagan la historia. Don DeLillo, demostrando ser un maestro de la narración, ofrece al lector una novela sustentada en la magnífica construcción del protagonista desde diferentes puntos de vista: su madre, un sector de la CIA y la voz de un narrador que no le deja tranquilo en ningún momento. Oswarld es presentado en cuatro escenarios diferentes: niñez, juventud en la marina, en la URSS y en EEUU. En el primero de ellos nos encontramos con un niño nacido en el seno de una familia pobre y desestructurada, con un padre ausente y un hermano militar. Conforme va creciendo, la revista Time y los libros de Marx hacen mella en él, hasta que, desesperado por la ausencia de futuro y la idolatría hacia su hermano, decide enrolarse en la marina. Apenas transcurren tres años cuando deserta a la URSS. Allí se casa con la hija de un coronel del KGB e intenta servir al país que porta el estandarte del comunismo, pero Owarld, demasiado idealista, se decepciona al no ser capaz de comprender que los paraísos no existen y mucho menos en un mundo lleno de infiernos. Confuso tras descubrir que las utopías no existen regresa a EEUU junto a su mujer. Allí descubre la dureza del lado opuesto de la Guerra Fría mientras unos agentes de la CIA que fracasaron en el ataque a Bahía de Cochinos, le convencen para atentar contra el presidente Kennedy con el fin de justificar una invasión a Cuba. Lee Oswarld desconoce los verdaderos fines de su atentado, pero los tres agentes de la CIA le prometen pasar a la historia tras el asesinato del presidente.

A este eje argumental, DeLillo añade varios argumentos satélites que complican demasiado el seguimiento de la historia. Se necesita paciencia, tranquilidad y tiempo para encajar todas las piezas del rompecabezas y entender la obra en su totalidad. En mi opinión, la grandeza de la novela, y por lo que su lectura resulta tan atractiva, es el haber introducido el componente político al hecho histórico que fue el asesinato de Kennedy. Don DeLillo especula, sí, pero especula en una determinada dirección porque conoce las miserias de la política exterior de su país. De hecho, cuando leí que tres agentes de la CIA querían asesinar a Kennedy para tener un argumento contundente con el que justificar una invasión a Cuba, me pareció más coherente que todas las explicaciones vacías de contenido político. Pero como la realidad supera a la ficción, DeLillo, seguramente, se quedó corto en su especulación. Lo triste es que nunca sabremos (porque así se quiere) conocer el verdadero entramado que hubo tras uno de los asesinatos más mencionados y recordados de la historia.

Recordando a Charles Dickens

Charles Dickens (Inglaterra, 1812 – 1870) comenzó a trabajar en una fábrica de betún a la edad de doce años. Sin apenas formación académica, aprendió a narrar historias como nadie jamás ha podido volver a hacer: colocando sobre la balanza ternura y dureza a partes por igual.

[No podía dejar que este año se escapara sin dedicar unas líneas a este magnífico narrador en el bicentenario de su nacimiento. La idea me llevaba rondando la cabeza desde que creé el blog (11 de febrero) y no he podido llevarla a cabo hasta el último día de este año. No he leído mucho de Dickens, más bien poco: Grandes esperanzas, David Copperfield y un pequeño libro de cuentos llamado La Navidad cuando dejamos de ser niños. Sin embargo, creo que sólo con David Copperfield te puedes hacer una idea de la grandeza del autor y de su capacidad innata para transmitir. Sus mil y algo páginas se te deshacen en las manos en pocos días. Comienzas, y cuando eres consciente de que estás leyendo un libro, ya vas por la mitad, odias a la mitad de sus personajes y temes que la próxima mitad pase igual de rápido que la primera. El ejemplar que tengo está arrugado, con gotas de sudor en cada una de sus páginas, marcas de dedos y alguna que otra mancha. No es que sea descuidado con mis libros, todo lo contrario, pero éste me acompañó en un largo viaje y la historia no me dejó seleccionar los momentos para su lectura]

Charles Dickens en 1861. (George Herbert)

Charles Dickens en 1861. (George Herbert)

Dickens pasó unos años en la fábrica de betún al tiempo que dedicaba su tiempo libre a leer novelas de aventuras, como Don Quijote de La Mancha o Robinson Crusoe; historias que le marcaron en su día y le influenciaron posteriormente para crear las suyas. Consiguió trasladar esas influencias a su tiempo, dejándonos un retrato fiel de las miserias de la época victoriana: explotación infantil, carencia de derechos humanos, desigualdad…

[Este año he leído más libros que cualquiera de los años que llevo leyendo, y no son muchos (ya comenté mi odio hacia la lectura en 23 de abril, Día del Libro.¿Algo que celebrar?). De entre todas esas decenas de libros, David Copperfield sobresale junto a El laberinto de la soledad. Lo compré nada más acabar Grandes esperanzas, hará ya tres años; necesitaba recuperarme del sabor amargo que me había dejado el final. Se ve que se me pasó rápido porque David Copperfield me estuvo mirando durante dos años y medio desde una estantería. Atravesó el Atlántico en una mochila esperando que me quedara sin nada que leer para que me atreviera con él]

Cuando Dickens narra, el resto leemos. Su punto fuerte es la creación de personajes. Consigue que odies a quién él señala como malo, que quieras al que él señala como bueno y que simpatices con los que sin llegar a ser buenos, en algún capítulo lo serán. Aunque siempre parte de historias en las que los niños son los protagonistas, en cada una de ellas el niño es diferente, pero siempre humilde y luchador, como fue Dickens en su niñez. Son muchos los que han quedado admirados por sus tiernas  (y a la vez crudas) historias. Tolstói, por ejemplo, llegó a decir que toda obra de ficción debía ser juzgada utilizando como patrón el capítulo de la tempestad de David Copperfield. No exageraba.

[Cansado como estaba (y estoy) del blog, decidí no hacer ninguna entrada sobre Dickens y dejar que el año acabase sin más, como otro, sin recordar a este autor que tantas buenas horas me ha hecho pasar. Pero hace unos días me regalaron unos cuentos breves que me recordaron que todavía tenía pendiente una cita con su autor. Estaban englobados bajo el título La Navidad cuando dejamos de ser niños. No es que derrochen sentimiento navideño, salvo uno de ellos (el que da título al libro), pero por lo menos te hacen pasar un buen rato entre tanto polvorón, roscón y luces que iluminan el cielo]

No se puede leer a Dickens para pasar el rato. Sus historias albergan una crítica social dura y directa hacia la sociedad del momento. Hay que leerle con los ojos bien abiertos y con la mente puesta en su época, intentando trasladar sus críticas a nuestros días, deseando la aparición de un nuevo Dickens que señale y condene con la misma coherencia y ternura que aquel que nació hace ya doscientos años.

Hasta el año que viene.